Ensayos, artículos y una serie de escritos de reflexión y de opinión.
Correo del blog: lomaterialyloideal@hotmail.com

lunes, 30 de agosto de 2010

La retórica posmoderna

La posmodernidad, lejos de toda incertidumbre nominal, refiere una situación de hecho, a saber, la reproducción social del mundo contemporáneo (referida y analizada anteriormente como moderna), cuya determinación especifica es que en su concreción se reproducen prácticas socio-culturales y totales que responden a aquel proceso de personalización. En gruesas líneas el proceso de personalización es la continuación de la individuación social (la aparición del individuo) cuya ruptura institucional ha sido considerada como narcisista por enfatizar el individualismo del goce mediante la información y la expresión a través de los diversos mecanismos tecnológicos.

Aquel proceso ha sido reconocido como fenómeno a mediados del siglo XX, cuya acentuación discursiva del individuo ha mermado los dualismos políticos cognoscitivos (modernidad y premodernidad, civilización y barbarie, desarrollo y subdesarrollo, entre otros) a partir de la década de los 70. Y sobre todo su hegemonía se ha universalizado a partir de la lógica del libre mercado, a finales del siglo XX.

La posmodernidad como todo fenómeno social responde analíticamente a ciertas formas de hacer y de pensar. Las formas de hacer articulan y producen las estructuras sociales que las reclasifican institucionalmente; las formas de pensar expresan la producción y la reproducción de la vida social a partir de las instituciones hegemónicas que articulan los espacios sociales en el que se desenvuelven las relaciones sociales. De ahí que sea posible identificar y analizar las formas de pensar a partir de su reproducción institucional. Y como la institución por antonomasia en el mundo contemporáneo que reproduce, posibilita y legitima el reordenamiento social es el centro de estudio, cabe sobre todo reparar en la retórica del conocimiento que se acentúa en aquella institución de la educación superior, a saber, la universidad.

En los espacios universitarios, y de manera puntual en las facultades de letras (humanidades) y de ciencias sociales, se acentúa tal retórica a pesar de su indeterminación y/o contraposición al respecto. Tal retórica posmoderna se produce y reproduce congruentemente con aquel proceso de personalización mediante la asimilación de ciertas ideas consensuadas y en boga. Entre aquellas ideas producidas como parte de la retórica posmoderna, se encuentra la interpretación, el pluralismo cultural y el problema del saber-poder; ideas que se han constituido en las ideas ejes e ineludibles en todo discurso identificado y presentado actualmente como “pensamiento crítico”, cuya circulación institucional pretende cierta naturalización en la interacción y la reproducción de la vida cotidiana.

La interpretación.
La interpretación a que se alude en toda retórica posmoderna responde a la opinión o al punto de vista de aquel que lo enuncia, y casi siempre es explicitado con gran énfasis. Pero la interpretación que se elabora mediante la grafía casi siempre busca el amparo de cierta hermenéutica filosófica. De ahí que la búsqueda (mediante citas, glosas o referencias indirectas) de las ideas sumarias de conspicuos intelectuales como Nietzsche, Heidegger, Gadamer y Ricoeur, entre otros, resulten ineludibles en todo escrito al respecto, para señalar una premisa puntual: todo conocimiento (humano) es al fin de cuentas una interpretación. Tal premisa se ha convertido en un imperativo que tiene que ser explicitado bajo la siguiente advertencia monocorde: “No pretendemos la verdad absoluta al respecto de ‘x’, ya que es una mirada ‘y’ entre otras”.

La interpretación en la retórica posmoderna responde a un problema filosófico no encarado, a saber, el problema del conocimiento a partir de la mediación del lenguaje. La idea sumaria al respecto apunta a sostener que el lenguaje genera aquello que llamamos la realidad, sobre la cual nominamos a través de sus diversos aspectos (variados e indeterminados aún) asumiendo que lo que se dice corresponde a lo que se refiere. Sin embargo, como los análisis de la filosofía del lenguaje han permitido subrayar la complejidad de los usos del lenguaje y su reproducción institucional, lo que nominamos sería sólo una aproximación de lo que referimos. De ahí que la diversidad nominal en función del referente no pueda sostener la verdad lógica por correspondencia, a menos que ésta se circunscriba única y exclusivamente a la formalización lógica del análisis matemático y cuantitativo, más allá de ese tipo de análisis, la verdad no tendría ningún sentido. Eso genera dos consecuencias, por un lado, el calificativo de la verdad para aseverar la certeza de un conocimiento, pierde su función que legitima el conocimiento institucionalmente generado; por otro lado, no se puede referir con toda la seguridad del caso acerca de algo llamado como la realidad, a menos que aseveremos indiscutiblemente que ella es una construcción social, construida a través de juicios que refieran uno de sus aspectos más significativos.

Estas consecuencias en el uso retórico posmoderno, acerca de la verdad y la realidad, se patentiza significativamente a través del escarnio interrogativo: ¿la verdad de quién? Y como toda respuesta al respecto es obviamente tangencial, ya que sólo pretende acentuar la condición de la doxa (opinión), se soslaya toda mención al respecto de la verdad; o, en su defecto, se acusa tergiversadamente a todo aquel que la enuncie por pretender, no sólo la verdad, sino una verdad absoluta. El calificativo de absoluto responde a la reproducción de una relación política incongruentemente aceptada, a saber, el imperativo de la verdad absoluta es lo que sostiene a los regímenes totalitarios, y, por ende, aquel que pretenda una verdad, en el fondo pretende tácitamente tal sistema político. Por otro lado, con respecto a la realidad, es ya común en toda retórica posmoderna mencionarla siempre entre comillas o después de mencionarla hacer la aclaración monocorde de que la “realidad es una construcción social”. Pero no sólo la realidad se la enuncia entre comillas, sino a toda una serie de ideas que refieren o han sido consideradas parte de la realidad, fenómenicamente hablando, en los análisis de las ciencias y las humanidades durante la modernidad, a saber esa serie de dualismos muy significativos, primitivo/civilizado, desarrollo/subdesarrollo, mito/ciencia y demás. Así como también se presenta con cierto estigma a ciertas nociones, por el uso ligero e impreciso que se hace de ellas, como: progreso, positivismo, evolución, objetividad, dictadura, patriarcado y demás.

Pero la interpretación en la retórica posmoderna lejos de circunscribirse al discurso académico pretende expresar la reproducción cognoscitiva de la vida cotidiana a través de la comunicación. Para esto se ampara en la deconstrucción de todo texto que constituya no sólo una forma de conocimiento, sino también de información. De ahí que la interpretación de un texto cognoscitivo sea equivalente a un texto expresivo y/o informativo, ya que su reproducción pragmática se justifica mediante la comunicación. Y como la comunicación en la posmodernidad se concretiza a través de los diversos medios tecnológicos que han venido apareciendo de acuerdo a las exigencias del mercado, la interpretación se legitima por su flexibilidad y acomodo, ya que evita toda responsabilidad (ética, política e intelectual) de lo que se dice o interpreta, pero sobre todo se caracteriza por su pretensión de disolver al sujeto (la polifonía). Esta pretensión de disolver al sujeto corresponde al imperativo de la libertad que ejerce todo sujeto narcisista de la posmodernidad.

El pluralismo cultural.
El pluralismo cultural que enfatiza toda retórica posmoderna responde a la identificación de la reproducción social de las instituciones con la lógica de la situación en el que se desenvuelve la vida cotidiana. A partir de las prácticas de la vida cotidiana se establece cierta nominación clasificatoria para agrupar las relaciones productivas sub-asalariadas de la fuerza de trabajo de los migrantes y los sub-ciudadanos (sujetos políticos tangencialmente incorporados tras los procesos de descolonización). De ahí que en la posmodernidad los migrantes, así como los sub-ciudadanos, son clasificados analíticamente de acuerdo al espacio social de donde proceden y reproducen sus formas de hacer y de pensar, bajo la nominación de la etnia.

La etnia como concepto analítico de la antropología se encuentra asociada a la reproducción cultural de los diversos grupos humanos que aún reproducen ciertas pautas institucionales del mundo precapitalista en los espacios poscoloniales y locales. Sin embargo como la imagen de la etnia se ha venido acentuando a través de cierto arquetipo estilizado por las exigencias del mercado del turismo, se ha identificado su reproducción cultural como un fenómeno universal. Esta situación de hecho ampara cierta hiperreferencia indiscriminada que se suele hacer acerca de la cultura (“todo es cultura o todo al fin de cuentas son hechos culturales” dirían los posmodernos) porque se asume que la interacción simbólica de los sujetos sociales construye, a partir de su inmediatez, todo hecho cultural. Esta aseveración ha sido posible mediante la percepción fenomenológica que ha conectado la reproducción de las relaciones sociales a la reproducción de las ideas que permiten su legitimación intencional.

Así es como la reclasificación social a partir de nociones como diferencia e identidad en relación a un otro fenoménico, ha permitido generar ciertos ejes sobre el cual gira el pluralismo cultural en los tiempos posmodernos, bajo la percepción fenomenológica. Uno de aquellos ejes a partir de la diferencia es considerar la reproducción de culturas diferentes como fenómenos particulares que se producen a partir de la comunicación social y la expresión individual. De ahí que se identifique una serie de diferencias sustraídas de su reproducción institucional a partir de la inmediatez del goce, a saber, la sexualidad, las experiencias religiosas o metafísicas, las expresiones artísticas; o, en su defecto, ante la articulación de la institucionalidad política, surge el efecto de convertir en nativo a toda práctica social considerada como diferente, muchas de ellas ambiguamente clasificadas y nominadas como tribus urbanas o culturas emergentes.

El otro eje posmoderno es la identidad cultural enfatizada más como un imperativo ético que como un concepto analítico, a partir del cual se reclasifican las relaciones sociales en función de un nuevo sentido que valide la autonomía de la vida cotidiana. Precisamente se considera la reproducción de la vida cotidiana con el eje vector sobre el cual el individuo reclasifica su existencia social en función del trabajo o el desempleo, la sexualidad, las creencias, la información y el consumo de las mercancías. Las conexiones de aquellos vectores, de acuerdo a su simplicidad o a su complejidad, permiten clasificar ciertas identidades tenidas como culturales. Pero tal pretensión discursiva, producto de un análisis en particular, pretende su universalidad cognoscitiva a raíz, no de un redescubrimiento de la variedad cultural en el mundo tras los hechos pos-coloniales, sino debido a las limitaciones operativas de la ciudadanía tras la pérdida de la hegemonía política de los estados-nación sobre los espacios políticos. Es decir, las identidades culturales que se enfatiza en la posmodernidad intentan hacer operativo un nuevo espacio político que responda a la hegemonía del consumo de la mercancía a partir del cual integrar a las diversas prácticas cotidianas mediante la politización del goce.

El problema del saber-poder.
El tópico del conocimiento, presentado ya no como proceso institucional sino como el resultado de una actividad personal y particular, en toda retórica posmoderna es la constitución del saber. Su referencia genealógica (histórica) pretende conectar su contenido en función de los espacios políticos mediante el ejercicio del poder. Esta asociación saber-poder data de la deconstrucción de ciertos textos filosóficos que inauguran discursivamente la modernidad (El discurso del método de Descartes y el Novum Organum de Francis Bacon). La consecuencia de tal reconstrucción es reconocer que uno de los rasgos más significativos de la constitución del mundo moderno ha sido la producción del saber en función del poder político. Pero no sólo eso, la acentuación de aquel aforismo del “saber es poder”, aludido a Bacon, permite también identificar la hegemonía del saber que se reproduce en la modernidad con la hegemonía de la ciencia en particular.

A partir de tal indicativo, en toda retórica posmoderna el saber de la ciencia es deslegitimada porque estaría encubriendo una relación de hecho que hace posible la constitución de la modernidad. Pero sobre todo porque la reproducción del saber ya no se circunscribe exclusivamente al conocimiento de la ciencia, debido, entre otros factores, a la importancia que adquieren los otros saberes __nominados ahora posmodernamente como subalternos, periféricos, corporales, emocionales y demás__ y que forman parte de la reproducción de la vida cotidiana. Este empirismo de la inmediatez genera toda sospecha, fundada o infundada, hacia todo discurso. Siendo recurrente la elaboración de una serie de ensayos posmodernos, mentados como críticos, bajo tal sospecha (metafóricamente policial) que apunta a descubrir quién o quienes están tras el discurso. Es decir, siempre se deconstruye los textos, de tales o cuales autores o sobre una relación de estudios temáticos, para explicitar la conexión, entre líneas, de su retórica genérica con una retórica en particular: la reproducción del poder dialógico (logocentrismo) a partir de las consecuencias de la dominación. Tal proceder corresponde fielmente a los estudios culturales y a toda una serie de estudios contemporáneos, a saber, los estudios sobre género, sobre la geo-política, la memoria y la alteridad, entre otros.

Sin embargo, tal apriorismo aparente permite reconocer que la concreción del poder discursivo articula todas las relaciones sociales de la cotidianidad como hechos particulares. De ahí que el poder en todo discurso posmoderno se presenta como uno de los problemas de la vida cotidiana a partir del cual se construye los espacios políticos. Este inductivismo del poder reproduce el cambio del contenido del saber, de un conocimiento relacional a una ingente información tangencial. Un indicativo al respecto seria la serie de imágenes elaboradas por la retórica posmoderna acerca del saber producido en la vida cotidiana a través de los mass media. El papel de los medios de comunicación a través de los nuevos cambios tecnológicos ha permitido que el saber permuta en información: “cuanto mayor información acumule la gente, tendrá la sensación de que sabe demasiado”. Tal premisa parece ser uno de los indicativos de aquel intento de disociar el saber del poder en la posmodernidad, idea sugerida por toda retórica posmoderna por su insistente denuncia tan trillada al respecto, a saber, “cuidado, todo saber encubre un poder”.





Juan Archi Orihuela
Lunes, 30 de agosto de 2010.

viernes, 13 de agosto de 2010

Las novelas y el ensayo

Existe una mención racionalmente acusativa y severa, realizada por Platón, sobre la creación que ejerce el poeta (alegóricamente imitativo y trágicamente placebo), a saber, la poesía. La intención del Sócrates platónico por echar a los poetas de la ciudad ideal, ha sido comentado posmodernamente con cierta dosis de escarnio al respecto de todo intento racionalizado por establecer un orden político. Esa intención platónica ha irritado tanto porque la dimensión de lo político dejaría de ser un espacio de confrontación del logos, para convertirse en un hecho trascendental, en donde ejerza su imperio el logos.

En gruesas líneas, los poetas __actualmente podrían ser sindicados como los escritores de poesía y narrativa, nominada moderna y gruesamente como literatura__ no hacían (y hacen) mas que amodorrar la capacidad de racionalizar la vida, porque siempre enfatizan la espontaneidad de la sensibilidad. Lejos de todo estribillo a favor de la poesía o la literatura, la polaridad platónica entre el logos y la sensibilidad se ajusta a una política educativa que ha generado un derrotero por el que ha transitado la modernidad, a través de la instrucción pública, ¿cómo no recordar las Cinco memorias sobre la instrucción pública de Condorcet o el Emilio de Rousseau? ¿Paradójico? Lejos de ser una observación ociosa el constatar tales referencias, lo que interesa de aquello es ¿cómo se puede implementar una política que se ajuste a las necesidades de la educación en el Perú? Sobre todo si la educación pública tiene la finalidad de formar ciudadanos con la capacidad suficiente para ejercer el poder (públicamente hablando).

Lejos de toda simpatía o antipatía por Platón, su intención pedagógica tiene cierto asidero en la constitución de la ciudadanía moderna. Siempre en el Perú se moteja que las acciones políticas distan abismalmente se ser “racionales”, motivadas sobretodo por simpatías que adquieren cierta significación en la reproducción de la vida cotidiana. Pero el asunto no es tan polar como aparenta. Me explico, los programas de lectura que se implantan, frecuentemente acentúan sobremanera las creaciones literarias, novelas en mayor proporción y menguadamente la poesía, soslayando en el silencio al ensayo. El índice de consumo de la mayor parte de los libros en el Perú, son las novelas contemporáneas (obviando desde luego esa lectura tangencialmente subterránea que se desata por los libros nominados de “autoayuda”, cuyo indicativo empírico es la gran demanda que tienen en el mercado). De ahí que la pose muy frecuente que se ha cristalizado en la juventud, medianamente educada o que tiene acceso a la educación, sea la de un sujeto que lee novelas (sea del rubro que fuere). Esto, entre otros indicadores, se compagina con la facilidad de la lectura y el goce que genera. Sin embargo, como política educativa resulta del todo errada tal tentativa de instrucción pública.

La fácil y democrática exaltación de la imaginación que produce la novela, ha desacreditado en cierta medida a la necesidad de hacer uso de la razón, en sentido político. Las novelas poseen una lógica interna cuya descodificación se da a través de la imaginación, ayudan a la individuación desde luego y a la formación de cierto ego medianamente sensible y volitivo, pero por ende circunscribe la relación del sujeto con aquel mundo imaginario contenido en la lectura. Es decir, al lector de novelas le interesa más lo que pueda encontrar en la lógica de la narración que en la lógica de la vida social, por la sencilla razón de que las novelas individualizan el goce estético a partir de lo privado y cancelan metafóricamente toda mención con lo público.

Ya sea por el fácil acceso a la lectura que permite el consumo de una serie de textos literarios contemporáneos, así como la lapidaria mención del término “obra”, lo cierto es que si como programa de lectura se inicia a los niños en las novelas y no se motiva luego otro tipo de lecturas, que exija cierto esfuerzo intelectual, como el ensayo, se mantendrá a posteriori una sensibilidad muy párvula en la ciudadanía.

Actualmente la lectura del ensayo en la edad escolar brilla por su ausencia, ni siquiera a un autor como José Carlos Mariátegui (el ensayista por antonomasia en nuestro medio) se le conoce a través de sus escritos, sino por cierta figuración ignara y repulsiva por la política. Sólo los que han pisado aulas universitarias (y eso) tienen la obligación o deleite de leer ensayos, ya sean ensayos literarios, históricos, psicológicos, sociológicos, antropológicos, económicos, filosóficos y demás. La lectura del ensayo no sólo es la colección de ideas de tal o cual autor clásico o contemporáneo, sino que constituye el mejor espacio para reflexionar sobre los asuntos públicos que interesan a todos los que reproducen la vida social. En el ensayo uno puede encontrar una suerte de taller de ideas vertidas por el autor que escribe acuciado por la única finalidad de verter sus ideas libremente. Ideas muchas de ellas que objetivan toda una serie de variables sociales (clase, género, sociedad, cultura y política) patente por el vano oficio de la escritura y la premura por la finitud de la existencia. Además la lectura del ensayo forma cierto tipo de personalidad, una personalidad crítica, cara y necesaria en el mundo contemporáneo. Sobre todo en el Perú la necesidad de la lectura de ensayos es urgente, ya que hace tiempo que la inteligencia se encuentra ofendida por la ignorancia en los espacios públicos, generado no sólo por la pobreza, sino por el pragmatismo más caníbal que uno se pueda imaginar.

Si puede parecer una exageración tal síntoma ¿por qué hay jóvenes que leen, sin entender lo que han leído? (la tentativa respuesta de Sartori no convence del todo), ni hablar de los que no son jóvenes. Hay niños que piensan que la lectura es una obligación que se reduce a leer cuentos o los periódicos que muchos de sus padres leen (diarios que no merecen llamarse prensa porque no cumplen con tal función). Si en el interior del sistema educativo no se acucia a que el niño lea ensayos es porque los profesores no leen ensayos o porque se desconoce su importancia ética, política e intelectual. Como política educativa se debe empezar por hacer una apología al ensayo, si se quiere cumplir con la finalidad de la instrucción pública, a saber, generar ciudadanos. Ya el historiador, también ensayista, Flores Galindo observaba que nuestro país es una república sin ciudadanos. Tal vez por eso en los años setentas el acceso a la educación por los sectores populares fue motivada por tal imperativo político. Sin embargo, tal como se encuentra el presente, tal acto no fue más que la parodia del “mito de Sísifo”. Eso debería causar una gran preocupación, sin embargo a muchos les puede parecer una sorna ¿Por qué?





Juan Archi Orihuela
Viernes, 13 de agosto de 2010.

lunes, 9 de agosto de 2010

Los intelectuales y la crítica

La crítica es un ejercicio intelectual, así como la lectura, la escritura, la reflexión, la investigación y el debate. Pero ¿cuál es su especificidad? La respuesta exige una breve observación pedagógica a la manera de la negación del Tao. Cotidianamente se confunde la crítica con el debate o con la reflexión. Uno puede debatir acerca de un tema tan cotidiano o abstruso sin ejercer la menor crítica al respecto, porque el debate se sustenta únicamente en la contraposición de ideas, muchas veces reguladas por la finalidad del consenso o, por las exigencias, tanto institucionales, así como por las circunstancias amicales. Mientras que la reflexión es el “diálogo” que uno ejerce consigo mismo, al margen de si se objetiva o no mediante la escritura. Pero ¿qué es la crítica? Seguir la pista de su etimología no ayuda mucho a entender tal actividad intelectual, el término griego κριτικός (“kritikós”) refería a lo que es “capaz de discernir”; a su vez se derivaba del verbo κρίνειν (“krínein”) cuya significación era “separar, decidir y juzgar”. Así, si uno identifica la significación de las palabras que se emplean en el presente con su etimología, la crítica sería una operación cognoscitiva, no diferente a las demás que operan a lo largo del aprendizaje social del sujeto.

Por ello toda pista al respecto siempre tiene un derrotero histórico social. La noción de la crítica se encuentra enfáticamente en el discurso de la filosofía moderna asociada a la razón. Figurativamente la crítica es el tribunal de la razón según el querer de Kant. Esto indica que la crítica es el ejercicio intelectual que juzga los límites y pretensiones del conocimiento a partir de un fundamento: el conocimiento racional generado por la investigación científica. De ahí que la critica no puede estar al margen del conocimiento científico, más aún si su ejercicio se convierte metafóricamente en su punta de lanza. Pero ¿esto quiere decir que las demás formas de conocimiento (lo ético, lo estético, lo religioso, lo mítico, lo tradicional y lo cotidiano) son acríticos (en el sentido de que no hay posibilidad para la crítica)? Indubitablemente que sí. Pero eso no quiere decir que no posean algún valor social, ya que su uso operativo responde a otras exigencias que no tiene nada que ver con las condiciones que exige la investigación científica.

Radicalizando el asunto, esto podría generar la idea de que sólo los científicos pueden ser críticos. Y si se suma a ello el imaginario de ciertas instituciones en donde el científico es identificado exclusivamente con los profesionales de las ciencias físicas o naturales, se creería que el monopolio se encuentra cerrado. Lo cual no es tan certero del todo. Ya que entre los hombres de ciencia, existen también los que estudian los fenómenos de la vida social, cuya condición intelectual se encuentra indeterminada junto a las letras y al arte. Sumado a ello, no todos se encuentran interesados en reparar en los límites y las pretensiones del conocimiento. De ahí que la actividad crítica la ejercieran casi siempre los filósofos a lo largo del siglo XIX. Paralelamente en ese siglo se institucionalizaba un sujeto social que espetaba al mundo mediante la crítica, hasta hacer de ella una de sus características más distintivas, a saber, el intelectual. Nominado en toda Europa como parte de la intelligentsia.

La historia de los intelectuales no resulta tan diáfana como parece, un intento al respecto es emparentar las tradiciones encontradas y asociadas a las letras a lo largo de la historia europea, en cuyo derrotero, en sentido retro, aparecen sucesivamente la intelligentsia radical del siglo XIX, los filósofos de la ilustración, una facción del clero secular protestante, hasta llegar a algunos descendientes de los humanistas renacentistas. A esa historia se la puede calificar con diferentes adjetivos (eurocéntrica, colonial y unipersonal), pero es el único referente plausible si se reconoce la importancia social del logocentrismo ejercido por Europa sobre el resto del mundo. Tal es así que durante todo el siglo XX, ese siglo corto según Hobsbawm debido a la omnipresencia de la revolución social, el ejercicio de la crítica generó al escritor comprometido, a ese intelectual comprometido (engagé) con el cambio social. A pesar de todo lo extraño y forzado que les pueda parecer a muchos intelectuales en la actualidad, aquel intelectual expresó fielmente los límites y la culminación de toda la modernidad. Tras el período de entreguerras se asentó el nihilismo (y cierto acentuado escepticismo) como una característica del ejercicio intelectual de la posmodernidad.

Pero volvamos a la relación conjuntiva entre el intelectual y la crítica. En la modernidad tal relación se debió a urgencias sociales y políticas, por ello la formación intelectual de aquel entonces era sensible a la universalidad de los cambios del mundo contemporáneo. Y como la revolución social fue el sueño más craso de la ilustración, toda crítica apuntaba a ella; en el sentido de que racionalmente uno podía determinar el curso y los límites del conocimiento de la realidad a través de la ciencia, tanto de la naturaleza, así como de la sociedad. De ahí que la crítica del intelectual no podía estar exenta de los fundamentos del conocimiento y de sus condiciones de posibilidad para operar sobre el mundo (a la que adjetivaba como una acción revolucionaria). Esto posibilitó que se tomase con cierta atención, y gran expectativa fundada, a la relación entre el pensamiento y la acción. Las implicancias de tal relación no se circunscribían sólo a la operatividad de la ciencia, mediante la técnica, sino a la responsabilidad ética y política que asumía todo intelectual moderno acerca de lo que decía o escribía. Bajo aquel eje epistémico la crítica del intelectual moderno le permitía operar sobre la realidad cognoscible.

Actualmente, en estos tiempos posmodernos, no sólo se ha disociado aquella conexión cognoscitiva entre el pensamiento y la acción, sino que la actividad crítica se identifica con la doxa (opinión), así como la investigación se circunscribe sólo a la deconstrucción de textos, textos que son acusados de ser cómplices de la modernidad porque supuestamente estarían encubriendo a través de la escritura, las relaciones entre el saber y el poder. Más allá de tal apriorismo, los intelectuales posmodernos no ejercen la crítica en sentido moderno, ya que su ejercicio intelectual sólo busca la complacencia estética y el monólogo reflexivo, pero sobre todo justiprecian lo que dicen o escriben, como una interpretación más entre otras, evitando así toda responsabilidad pública al respecto. Tal proceder se compagina con cierta retórica en su escritura, por un lado cuando se refieren a la realidad siempre la mencionan entre comillas, o en todo caso evitan toda referencia puntual al respecto. Y no sólo eso, el adjetivo de la verdad que ha sido utilizado como un calificativo para dar cuenta de la certeza del conocimiento a lo largo de la modernidad, simplemente es denostado bajo el escarnio interrogativo: “¿La verdad de quién?”. Obviamente una respuesta ingenua a tal interrogante sólo acentúa la doxa (opinión), para insuflar tal o cual ego, pero sobre todo resulta siendo incongruente al calificativo de la verdad en función del conocimiento. Ya que el conocimiento no se sustenta única y exclusivamente en la opinión de tal o cual sujeto, sino que ante todo es una producción social históricamente institucionalizada.

Por otro lado, para los intelectuales posmodernos la crítica se identifica con la acentuación acerca de la diferencia y la identidad en función de la otredad cultural. Lejos de tales tautologías de acuerdo a una retórica fenomenológica muy laxa, su intención está lejos de toda pretensión antropológica (ya que eso exigiría el conocimiento de tal ciencia), más no así a la cercanía suficiente para presentarse en los espacios académicos como los especialistas y críticos de la cultura. De ahí que muchos críticos de la cultura actualmente sean, en sentido estricto, intelectuales posmodernos. Lo cual no es ningún desmérito, sino todo lo contrario, ya que es congruente a los tiempos posmodernos. El detalle es que siempre presentan su doxa (opinión) o su reflexión, como si fuera el ejercicio de la crítica.





Juan Archi Orihuela
Lunes, 9 de agosto de 2010.