Ensayos, artículos y una serie de escritos de reflexión y de opinión.
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miércoles, 28 de julio de 2010

Entre las imágenes y los hechos. La memoria en un museo o el museo de la memoria.

Un Museo de la Memoria (de alcance nacional) es aún un proyecto en el Perú. Proyecto que no ha estado exento de opiniones encontradas y enfrentadas por exageraciones acusativas de todo calibre y que, a pesar de todo, se encuentra ya en espera. ¿Qué se espera de su contenido? Figurativamente se responde, “que permita abrir los dos ojos” (en alusión al “ojo que llora”, al que se le ha reprochado de cierta parcialidad). ¿Qué se espera de su función institucional? “Que no se repita, nunca más” (los hechos aciagos de la guerra interna). Tales respuestas al ser enunciadas enfáticamente pueden aparentar un cierto candor para simplificar lo que en realidad representa una “puesta en escena” de la memoria, institucionalmente hablando. Lo cual no es desatinado, éticamente hablando, ni mucho menos políticamente incorrecto, sino todo lo contrario. Por ello la legitimación de tal proyecto no debe buscarse en la discusión sobre su imparcialidad o si es posible que la memoria pueda evitar la posibilidad de ser víctimas, sino en su naturaleza institucional, análogo a otros museos de la memoria en el continente.

Ahora bien, la puesta en escena de la memoria en un museo es en realidad el tema de fondo de todo Museo de la Memoria. Su escenificación, lejos de reducirse al trabajo del curador de las muestras, comprende la resignificación de los hechos a través de las imágenes, que a la larga permite la creación de una memoria en común, imperativo que persigue el proyecto. Sin embargo, cabe observar que el museo, como un vehiculo de la memoria, no representa al pasado en sentido estricto, sino que sólo muestra una selección, pero con el detalle de que su incorporación es preformativa. Esto quiere decir que la construcción de la memoria que se hace del pasado permite una acción ética y política; ética, porque señala el problema de la indiferencia (ante los hechos de la guerra interna) que impide sobrellevar medianamente una convivencia social e institucional; y política, porque llama la atención de la ciudadanía para ser un agente regulador del ejercicio del poder indiscriminado.

Sin embargo, hay un detalle que no se percibe del todo bajo tal finalidad ética y política, como son aquellos elementos necesarios en la puesta en escena de la memoria, a saber, las imágenes y los hechos. El sólo hecho de demarcarlos pueden ayudar a limar ciertas asperezas de aquellos juicios infundados que se enuncian tan sueltamente en contra de tan esperado museo.

Las imágenes

Las imágenes de un museo no se reducen a las fotografías expuestas y ordenadas por el curador, sino que abarcan también a las demás muestras presentes, sentidas muchas veces como lejanas al estar tan cercas del espectador. Eso como una regla general. Sin embargo, por la naturaleza del museo, se espera todo lo contrario, la cercanía del espectador. Para tener un referente empírico que permita cierta consistencia al respecto de lo que digo, consideremos las imágenes que aparecen en el Museo de la Memoria “Para que no se repita”, inaugurado en la ciudad de Ayacucho en el año 2005 por la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (ANFASEP). En tal museo (Véase la imagen superior) las imágenes se representan a través de las ineludibles fotografías de los cientos de desaparecidos, por las prendas (algunas raídas) de las víctimas (y donados por sus familiares), así como los escasos utensilios y algunos cuadernos o fragmentos de algunas cartas (de las víctimas); también se escenifican dos hechos tan comunes a lo largo de aquella década tan aciaga, a saber, una fosa común y una escena de tortura, así como retablos escenificando los hechos de la guerra interna; igualmente se muestran, en una sala denominada la “zona roja”, un serie de imágenes en video acerca de las consecuencias de la guerra interna (masacres y atentados). Tales muestras generan en el espectador una carga tan emotiva al recordar indirectamente cómo debió ser el sufrimiento de las víctimas. Sólo un caso, entre muchos, hay un utensilio (una ollita) que se exhibe junto a una carta que da cuenta de la situación de un detenido en el cuartel de los “Cabitos”; en el mensaje refiere que de esa ollita, toda hollinada y con sarro (obtenida gracias a la compasión de uno de sus celadores), un joven detenido se alimentaba, así como también lo hacia uno de los perros que había en el cuartel ¿Qué ideas puede generar aquella imagen (a partir de la ollita y el manuscrito) en el espectador?

¿Qué muestran las imágenes? Las fotografías puestas como colmenas en las paredes, indubitablemente, dan cuenta de quienes fueron las víctimas (desaparecidos). Las prendas y cartas refieren la ausencia de los que ya no están; aquella imagen representada en cera sobre un cuarto de tortura (un policía golpeando a un detenido) consterna tanto, no por el hecho en sí mismo, sino porque se hace público (en el sentido de que todos ahora pueden verlo), ya que es conocido que el interrogatorio (bajo esas circunstancias) no era más que una consentida tortura celosamente “guardada”. De igual manera, la representación de una fosa común pone a la luz el luctuoso final de muchos desaparecidos, pero uno no se consterna por el hecho en sí mismo (el esqueleto insepulto de una victima maniatada), sino porque ahora “todos pueden verlo”. Este rasgo de que “todos pueden verlo”, no quiere decir que antes “nadie podía verlo” (la prensa cumplió un papel muy importante al respecto), sino que ahora, bajo su puesta en escena institucionalmente, ya nadie puede dejar de verlo. Esto se puede entender mejor a partir de una escena que aparece en la novela En octubre no hay milagros de Oswaldo Reynoso; en aquella escena, una vieja es desalojada de su cuarto de alquiler, sobre ella se tejía toda una serie de ideas negativas (sospechosa de ser una demente o una bruja), durante el desalojo todos vieron el catre de su cama, el viejo colchón (todo rotoso) en donde dormía, sus viejos enseres y un ataúd (con mortaja y todo) al que la vieja se aferraba entre sollozos, y en ese instante “todos podían verlo”; y la voz del narrador comentaba “es como si te sacaran los intestinos y todos lo vieran”. ¿Qué es lo que ellos veían? La metáfora literaria es sugerente (los intestinos), la intimidad de aquella a quien denostaban, lo más intimo que ella tenía, veían su pobreza. Pero la pobreza no llama la atención por el simple hecho de estar ahí (porque así vivían también los demás vecinos), sino porque al hacerse pública (ahora que “todos pueden verlo”) ya nadie puede dejar de verlo porque lacera; pero lacera no porque afecte directamente, sino porque siempre se la ha intentado negarla mediante la burla y el desprecio que se tenía hacia la vieja vecina. Es decir, los vecinos no pueden dejar de ver lo que siempre han despreciado en su intimidad y eso es lo que más lacera, el efecto inverso que produce la negación.

Este efecto inverso puede ser identificado en las imágenes de la puesta en escena de la memoria, de la siguiente manera. Las víctimas siempre han sido motejadas y despreciadas (como la vieja del desalojo), sospechosas de ser los autores (por no decir causantes) de la violencia que desató la guerra interna en el país. Los calificativos peyorativos al respecto abundan en los testimonios recogidos por la CVR. Ahora, lo que las imágenes hacen es poner en escena aquel “desalojo” (para seguir con la analogía de la novela) en donde “todos pueden ver” los intestinos del otro (desde fosas comunes, torturas, atentados y masacres), y eso afecta sólo porque se hace público, porque ante su escenificación “no se puede dejar de ver” lo que siempre se quiso negar, aquel desprecio que se siente (y de acuerdo a las diferencias de clase, etnia y género) sobre la gran pobreza y violencia que afectó (y afecta) al país en su conjunto.

Los hechos

A diferencia de las imágenes, los hechos nunca se muestran en un museo de la memoria. Su referencia es obvia e indubitable, pero nunca esta circunscrita a un espacio, solo su representación permite captar cierto asidero. Tomando como ejemplo nuevamente al Museo de la Memoria de Ayacucho, ahí los hechos se encuentran ausentes en la medida que “las imágenes no hablan por si solas”. Es decir, las imágenes muestran una cuantiosa cantidad de víctimas luctuosas, y reducen los hechos figurativamente a la violencia. Las leyendas que acompañan las muestras no pasan de una referencia a priori acerca del enfrentamiento entre las fuerzas armadas y los subversivos, que efectivamente dice mucho y nada a la vez. Con esto no quiero insinuar que el museo tenga por finalidad explicar lo sucedido, nada de eso, eso les compete a las estudiosos del caso, lo único que observo es que los hechos en un museo no son reductibles al hic et nunc, ni mucho menos se reducen a juicios axiológicos que enfaticen una oposición rotunda a toda violencia (genéricamente indeterminada). Además, como todo hecho social es parte de una totalidad social, en aquel museo sólo se representan fragmentos aislados unos de los otros, de ahí la ausencia de los mismos.

Puntualizando la idea, los hechos son situaciones específicas como resultado de determinadas relaciones sociales. Para el caso de los hechos ausentes en aquel Museo de la Memoria, aquellos hechos son productos de una guerra interna, cuya naturaleza política ha determinado el resultado de las acciones armadas. Para tomar sólo el caso de los desaparecidos. En un hecho de desaparición (representado en el museo por una prenda, un par de zapatos o algún otro objeto vinculado a la victima) intervienen en su concreción no sólo la victima y el victimario, sino también las instituciones representadas por tales personas. En este caso, por un lado, la comunidad campesina, el barrio o la vecindad son los espacios en el que interactúa la víctima de una desaparición; y, por otro lado, las instituciones castrenses o policiales son los espacios desde el cual opera el victimario; en tal relación se producen las desapariciones a raíz de una medida política (operadas bajo el estado de sitio que suspende las garantías constitucionales). Esta observación no tiene nada de antojadiza, ni de tendenciosa. Ya que de acuerdo a lo que se ha escrito al respecto y también por la información que ha vertido la prensa, los grupos subversivos siempre reclamaban la autoría de sus atentados y de sus ejecuciones (el caso del PCP-SL ha sido aún más “desfachatado” al respecto, al poner sobre sus victimas algún rótulo para justificar su acción).

Pero si los hechos no se muestran, lo que si se espera es que éstos se modifiquen a través de la consternación moral para obtener la justicia social, políticamente hablando. De ahí que los deudos de los desaparecidos, luego de tantos años de indiferencia y de espera (como aquellas madres argentinas motejadas como “Las Locas de la Plaza de Mayo” porque nunca olvidaron a sus hijos desaparecidos) no han tenido repararos en señalar enfáticamente lo siguiente:

“Yo quiero alcanzar justicia primero, (si) es culpable ellos, donde esta nuestro desaparecidos, que ha hecho, y tiene que ser juzgado y los culpables, eso buscamos nosotros más (sic)”
(Angelina Mendoza de Ascarza, fundadora de ANFASEP)

La memoria en un museo

A partir de la relación entre las imágenes y los hechos se genera la memoria en un museo, a pesar de que una se encuentre presente y la otra ausente, respectivamente. Tal situación algo paradójica puede evitar la simplificación de que los museos son tecnologías del poder que ayudan a la construcción de una memoria hegemónica. Además, puede restar consistencia a aquellos juicios muy comunes que se enuncian al respecto del Museo de la Memoria, y que figurativamente se convierte en la pólvora que enciende disputas ensimismadas al respecto; uno, que el espectador puede conocer los hechos tal como sucedieron; y, dos, que el Museo de la Memoria será tendencioso.

El espectador puede conocer los hechos tal como sucedieron”. Para que este juicio tenga asidero, sería necesario que los hechos sean mostrados como parte de una totalidad de acuerdo a su naturaleza (hechos de una guerra interna) y no que sean, como es lo más probable que suceda, sólo representados fragmentariamente y reducidos bajo el rótulo de la violencia política. Lo cual como se ha visto para el caso del Museo de la Memoria en Ayacucho no lo descalifica porque esa no es su finalidad. Ni mucho menos, se pretende identificar la memoria con los hechos, porque la escenificación de la memoria no radica en la experiencia de las victimas (tal como sucedió), lo que implicaría el recordar los hechos (muchos de ellos ajenos al espectador), sino en la representación pública de un pasado negado a partir de la experiencia del espectador.

El Museo de la Memoria será tendencioso”. Esto supone asumir figurativamente que es imposible una muestra de las dos miradas (los dos ojos). Tal increpación no sólo no tiene ningún asidero, sino que no responde a la naturaleza de un Museo de la Memoria. El Museo de la Memoria permite la construcción de una memoria ante la impunidad, lo cual implica que la diferencia entre victimas y victimarios no responde a ninguna motivación antojadiza, sino a una situación de hecho (los hechos de la guerra interna) que se encuentra ausente, pero que es posible de recordar. Por eso a través de las imágenes se intenta recordar, hacer público (para que “todos pueden verlo”) lo que siempre se ha negado en el Perú, aquel desprecio por la vida de aquel que se encuentra socialmente por debajo de uno, políticamente hablando.



Juan Archi Orihuela
Miércoles, 28 de julio de 2010.

martes, 27 de julio de 2010

Rosa Cuchillo y la violencia en el Perú.


 
 
 
En la película El amor en el río amarillo (1999) de Xiaoning Feng, la protagonista, una guerrillera china llamada Ángel por el “gringo” que cuenta la historia, lleva una granada de mano colgando de su cuello. La razón, anteriormente había sido violada por un grupo de soldados japoneses (en plena guerra). La granada es el último recurso, piensa ella, para que nadie más abuse y la tome por una mujer indefensa: “Si alguien intenta abusar nuevamente de mi __le decía al gringo__ no vivirá para contarlo”. Tal respuesta puede ser exagerada, pero responde fielmente a una situación de guerra.

Algo similar sucede en la novela Rosa Cuchillo (1997) de Oscar Colchado, la protagonista Rosa Wanka, una mujer campesina de los Andes del Perú, cuando era joven adquiere el apelativo de “Rosa Cuchillo”, porque al dormir lo hacía cerca a un cuchillo. Al igual que la guerrillera, la justificación era para que nadie intente abusar de ella, ya que joven aún, se sentía acosada por los varones de la puna. Esto indica, si cabe la generalización, apelar a la violencia para defenderse de la violencia, si no se quiere ser víctima de nuevo.


Una situación más compleja aún, acerca de la víctima, se escenifica en la película Flandes (2006) de Bruno Dumont. Un grupo de jóvenes soldados franceses, en pleno conflicto del medio oriente, abusan de una mujer musulmana que yacía sola en su casucha en pleno desierto. Luego de varios periplos y el transcurrir de los días, la columna de soldados franceses son emboscados por los guerrilleros musulmanes, los sobrevivientes son vueltos prisioneros. En el interior de la base guerrillera, los prisioneros amaniatados, esperan con gran desconcierto su suerte, que ya está echada. A lo lejos, se ve aparecer la figura de uno de los mandos de la guerrilla, portando su fusil y vestido de miliciano, al acercarse se quita el pañuelo que le cubría los cabellos y los soldados la reconocen, es la mujer a la que habían violado anteriormente. El castigo por tal afrenta, la castración de los culpables y la muerte lenta, ya que los soldados franceses mueren desangrados. Ella con toda la seriedad del caso, va señalando el turno de cada uno a quienes mira, ya no con ojos de víctima sino con esa mirada de haber recobrado su dignidad, porque ahora tiene la oportunidad de cobrárselas.

Desde luego, la situación de guerra es una situación límite en el que la moral y la conducta humana se encuentran en función de los objetivos políticos de la guerra. La guerra se objetiva a través de la violencia, pero ésta para operar en las víctimas tiene una peculiaridad, la de presentarse como violencia vivida. La violencia  vivida es aquella violencia que no se encuentra presente en el espacio material, sino en la materialidad de los cuerpos de las víctimas, que acosa sobre las victimas a través del recuerdo. En el caso de las guerrilleras, tanto la musulmana así como la china, el mantener la dignidad frente a la afrenta, pasa por la racionalización de los hechos de la guerra, más que dejarse llevar por ciertos impulsos thanáticos. Es decir, las mujeres guerrilleras no son las asesinas por antonomasia, que estarían reproduciendo impulsos tathanáticos que resultan incontenibles; sino más bien intentan combatir la presencia de la violencia (el recuerdo) a través del ejercicio de la violencia. El resultado, cierta estabilidad emocional para cumplir con sus objetivos en la guerra.

En Rosa Cuchillo, la presencia de la violencia vivida se reproduce a través del recuerdo de las víctimas. Rosa es una víctima, su hijo Liborio, miembro guerrillero del Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso, fue una de las tantas víctimas de la guerra. Rosa Cuchillo muere de dolor por la muerte del hijo. Hay un huayno ayacuchano llamado Mamacha de las Mercedes que permite medianamente entender tal situación: “Penas que arrastran mi alma, me están matando… al hijo de mis entrañas, me lo han matado”. Rosa Cuchillo al enterarse del deceso de su hijo, va en su búsqueda, sollozando remueve algunos restos humanos en el botadero de cadáveres __lugar en el que los militares arrojaban a sus víctimas para dinamitar sus cuerpos con la intención de que sean irreconocibles__ con la esperanza de encontrar algo de su cuerpo. Entre vísceras y restos óseos, no encuentra a su hijo y cae en el desquicio y muere de pena vagando por la puna. Una vez muerta, su alma empieza la travesía hacía el Janap Pacha (una suerte de lugar celestial en el que moran los dioses andinos) y la narrativa se hace cíclica. El recuerdo del alma de Rosa Cuchillo hilvana una sola historia, la violencia de la guerra. El recorrido del alma de Rosa articula todo el imaginario del llamado mundo andino, desde el perro tawa ñahui (cuatro ojos) que guía a toda alma, hasta la serie de personajes que reconoce, a saber, condenados, jarjachas, umas o waqwa (cabezas voladoras), las hutchkas, los nakaqs (degolladores), los ollkaiwas y demás. Y por otro lado, el desenvolvimiento de la guerra subversiva a través de su hijo Liborio, que escenifica una tragedia que desborda los personajes clásicos de la literatura acerca de la madre. Esto se refleja en el siguiente diálogo:

Abrazándote, lloró tu vieja aquella vez que llegaste, todo rotoso, hambriento, lleno de espinas, Terruco te has vuelto, hijo, diciendo. Secando sus lágrimas con tu pañuelo, le respondiste:
__Terruco no, mamita, guerrillero
__¿Por qué pues, hijo? ¿Por qué?
__Por buscar justicia para los pobres, mamita; por eso.
__Te mataran, hijo; me moriré yo también.
__Mas vale la muerte, mamita, que esta suerte miserable, ¿no te cansas de sufrir?”


En la novela La Madre (1907) de Máximo Gorki, cuando el hijo (un joven obrero) espeta a su madre, explicita ese sufrimiento al que alude Liborio. Gorki narra lo siguiente:

“__No llores! __dijo Pavel con voz cariñosa y queda, que a ella (su madre) le pareció una despedida.__ Reflexiona, ¿qué vida es la nuestra? Tienes cuarenta años, y dime: ¿has vivido en realidad? El padre te pegaba; yo ahora comprendo que en tu cuerpo descargaba su pesar, el pesar de su existencia: la pena le ahogaba, sin que el mismo supiera de donde procedía. Trabajó treinta años; empezó cuando la fábrica no ocupaba más que dos naves, y hoy tiene ya siete (…)
La madre prorrumpió con angustia:
__ No te enfades! ¿Cómo no voy a tener miedo? Me he pasado la vida entera temiendo… Tengo llena de temor el alma”.


Ese temor en el alma es lo que se representa en Rosa Cuchillo, el temor ante la violencia que se graba en el cuerpo por la fatalidad de la guerra. Está por demás decir, que las escenas son espantosas, los ajusticiamientos que hacían los subversivos en las comunidades campesinas y las tropelías que cometían los militares son por demás dantescas. Por eso el recorrido del alma de Rosa Cuchillo intenta olvidar, pero no puede. ¿No se puede?

Olvidarte ¡Nunca!” fue el slogan de un evento juvenil y rockero (el Agustirock), allá por los años noventa, que se realizó contra una Ley de Amnistía, que el ex-presidente Fujimori intentaba efectuar para librar a los militares implicados en los sucesos de la guerra. Hay muchos que no necesitan esos sloganes, porque tal imperativo se refleja en Rosa Cuchillo y en todas aquellas mujeres que se resisten a olvidar (a sus maridos, a sus padres, hermanos e hijos) a pesar de la muerte emocional (en vida) que la indiferencia apaña.





Juan Archi Orihuela
Martes, 27 de julio de 2010.




 

lunes, 19 de julio de 2010

“En octubre no hay milagros”

La narrativa de Oswaldo Reynoso es agresiva y fría como el cemento y tortuosa como la culpa cristiana. El resultado, figuraciones de un “cielo de ceniza” que se eleva sobre el asfalto urbano, en donde se intenta un diálogo constante contra la pared sórdida y muda de la ciudad de Lima. Su estilo es juvenilmente desfachatado. En octubre no hay milagros (1965), la primera novela de Reynoso, se muestra la garra de este reconocido escritor.

La historia que se hilvana En octubre no hay milagros resulta en apariencia ser simple y que puede ser sincopada del siguiente modo: La familia Colmenares, está a punto de ser desalojada de la quinta en donde vivieron por más de veinte años. Luis, el padre, intenta buscar un departamento antes de que echen a su familia; mientras que María, su esposa, espera un milagro del Cristo moreno, a saber, la casa propia; Bety, la hija, cansada de la pobreza y de la “quinta” en donde vive, intentará “atrapar” a Koki (un muchacho miraflorino) para ascender socialmente y ser una “señorita de bien”. Carlos, el hijo menor, apodado “el zorro”, hostigado del colegio y bajo la presión de su collera (grupo de amigos) perderá su “inocencia” al delinquir, al frecuentar un prostíbulo. Miguel, el hijo mayor, intenta, a pesar de encontrarse obcecado por la impotencia que le genera el sentimiento de cobardía, desarticular todo el entramado social que hostiga a su familia, a través de un acto sacrílego, a saber, el de escupir a la imagen del señor de los milagros que se pasea por las calles de Lima; intento que al final paga con su vida.

Leonardo, por su parte, un joven profesor amigo de Miguel, despierta de una borrachera intranquila para encontrarse, al final de la narración, con Miguel en la procesión del señor de los milagros. Por otro lado, tras aquellos personajes, se encuentra don Manuel, el dueño del banco más poderoso del Perú, quien maquina un plan para traerse abajo el gabinete ministerial. Él siente su homosexualidad proscrita y desde su balcón colonial, junto a su familia, observa la procesión, para mantener la imagen de la familia más católica, como corresponde a todo hombre decente de Lima y el Perú.

Para observar con cierta extensión la mordacidad de Reynoso es necesario acercarse a los personajes de la siguiente manera:

Miguel
Miguel Colmenares, es un inocente, un joven de diecinueve años, que tiene una sensibilidad vuelta fatalidad. Él ha caído en la bohemia porque le pesa la incertidumbre de su vida o de lo que puede ser su vida. Sentimiento que le llevará a la desesperación al compaginarlo con el sentimiento amoroso (por Mery) que rememora con nostalgia. La situación de su familia le obnubila y en un acto desesperante y sincero réplica a su amigo Leonardo del siguiente modo: “Hablas como si fueras un libro, pero mañana nos botan de casa yo sigo cobarde mi viejo se muere de tanto trabajar sin haber gozado nada mi mamá se acaba lavando ropa cocinando renegando y a mi hermana la hacen puta y al zorro lo corrompen”(p.191) Así surge su impotencia y su escepticismo ante la vida, la fatalidad de su familia le atosiga, y poco a poco se acrecienta la pérdida de su fe en Dios porque se siente cobarde. Este sentimiento de cobardía compendia la situación de su juventud que se enfrenta al rudo pragmatismo de la ciudad de Lima. Por ello dirá Miguel: “Cobarde: porque corro, porque tengo miedo de cumplir veinte años, porque tengo miedo de estar solo, porque ya no creo en mi collera, porque lloré cuando me jalaron en el examen de ingreso a San marcos, porque ese tal Pocho me la quita a Mery y yo no le pego (...)” (p.11). Con este fastidio por la vida logra escribir algunos cuentos, como para evadir su cobardía, pero su apego a la inmediatez pulsional que caracteriza a la ciudad de Lima, lo presiona con el alcohol y la violencia; quiere violentarse, apelar a la violencia particular y reactiva sin ningún derrotero. Si la cobardía se anula mediante un acto temerario y sacrílego, no escatima tal posibilidad: Escupir a la imagen del Señor de los Milagros

Luis Colmenares.
El señor Luis Colmenares es el padre de Miguel, un empleado en el Banco del Perú. Por tal trabajo se considera de clase media y, como tal, comparte la mentalidad de aquella clase que muchas veces se esconde tras el anonimato y la ponderación por la familia. “(...) pero era una locura haber acompañado a don Erasmo Tapia en la invasión que preparaba en un arenal para levantar una barriada (...) después de tantos años de trabajo decente en el Banco, después de tanta pretensión ir a para como cualquier pobretón a una miserable barriada sin luz, sin agua, en plena pampa y sobre todo rodeado de provincianos: para ellos está bien, al fin y al cabo, en sus pueblos de la sierra viven peor; pero nosotros, somos diferentes, somos conocidos, decentes”(p.104) Así, con aquel escudo de la decencia inicia un trajín quijotesco en busca de un departamento que no está en condiciones de pagar, por la paralización de su trabajo (su gremio ha entrado en huelga); empecinándose en vivir por Jesús María o Breña (distritos de clase media) para conservar su condición de hombre de bien, “la familia esta primero”, se dice a si mismo, a pesar del desgaste de su matrimonio. Recordando que hace algunos años el costo de su infidelidad la pagaron, soportando su mal humor, su familia “decente” de “clase media”.

Don Manuel.
Es el dueño del Banco más importante del país, por ende el dueño del Perú, representa el poder, a la cultura dominante en el Perú; su ascendencia se remonta a algún conquistador que acompaño a Pizarro, manteniendo esa estirpe de los que manejan los medios de producción en el Perú. “ Para sus ilustres antepasados todo había sido fácil, glorioso: ahí, en los grandes salones de su casa colonial del centro de Lima, estaban los venerables retratos del compañero de Pizarro, del candidato cortesano del virrey, del santo misionero de la colonia, del preclaro tribuno de la independencia, padre y fundador de la patria, del ínclito y valeroso militar de la República, del ejemplar héroe de la infausta guerra con Chile, del brillante hombre de letras, poeta, académico y connotado publicista, del talentoso embajador, del hábil hombre de finanzas: ahí estaban serios con patillas, barbas, medallas y bandas bicolor: para ellos el Perú fue una gran hacienda de siervos sumisos, tranquilos, formados en los nobles principios cristianos y católicos, fuente, semilla de la familia peruana”(pp. 33-34).

Por otro lado, bajo la figura de Don Manuel se muestra una virtud que caracteriza a la sociedad peruana, escabrosa y ambigua, porque la moral de su clase se hace patente en el ejercicio político “la política siempre será así, es para los vivos, para los blancos, para ese señor elegante, parecido al gerente del Banco (...)”(p.131) Por tal motivo, Don Manuel es el que manda en el Perú, él y su clase son los únicos dueños y propietarios que disponen de la virtud, del poder y la cultura. Pero, su presencia circunda el anonimato, su deleite por la intriga para derribar gabinetes de los gobiernos de turno (ya sean estos democráticos o militares) evidenciará que el poder que posee es omnímodo; su poder no sólo se sustenta en su capital financiero, sino que encuentra su justificación en las tradiciones que su clase reproduce conscientemente para mantener las relaciones de dominación en el Perú. Por ello, no quiere perder el poder por nada del mundo, ni siquiera los arrebatos alocados de su homosexualidad logran alejarlo de aquel imperativo. Pero, además, bajo la figura de Don Manuel, el poder se hilvana con el sexo, junto al olor podrido de la ciudad, emanando un asco social por su clase y por su “sexo” (invertido y tradicional) en un mundo invertido por la dominación.

Leonardo.
Es un joven profesor arequipeño, alter ego del autor, egresado de la Cantuta; enseña en el colegio Marista, uno de los colegios de curas de la gran burguesía peruana, de la cual reniega, porque siente que le expropian lo que desea: “Pero, a pesar de todo, uno se acostumbra a soportar, porque nos gusta tener un puesto fijo (de profesor), porque tenemos miedo de quedarnos sin plata. Sin darnos cuenta nos cambian, nos quitan lo nuestro y nos dan en cambio una vida inútil (...)” (p.82)

Leonardo, como algunos jóvenes intelectuales, asume y comparte los ideales políticos de la izquierda. Es amigo de Miguel y se encuentra ofuscado como él, porque a la par que concibe a la sociedad como un proceso histórico, reconoce su limitación de intelectual, porque comprende que su compromiso resultaría espurio al no adoptar una posición de clase: “Alguna vez pensé dejar todo esto (su trabajo docente) partir a la sierra con armas, organizar a los campesinos y declarar desde cualquier Sierra Maestra guerra a muerte a la burguesía, pero me pareció muy romántico, además, no sé hablar quechua”(p.124)

A pesar de eso, Leonardo intentará no ser vencido por la ciudad que detesta, que critica, a pesar de las borracheras, las putas, y las amanecidas. Siempre muestra su encono racionalizando toda desesperación e infortunio, como el que atraviesa la familia de su amigo Miguel, quien le ha confesado apelar a la violencia particular (esa que no cambia nada); la violencia particular es para Leonardo una violencia reactiva porque para él “sólo la acción colectiva y organizada de un partido de campesinos, obreros y gente decidida podrá cambiar todo esto que está podrido” (p.191)

Desde luego, la gente decidida no necesariamente son los intelectuales, por eso se acrecienta su desesperación “Leonardo camina apurado por la avenida Grau (toda mi vida ha sido palabras palabras: no pude comprenderlo: no se vive con palabras)" (p.212)

*                         *                         *

En octubre no hay milagros el problema de la vivienda no depende del esfuerzo personal de tal o cual sujeto, ni mucho menos de un milagro, he ahí la parodia del título. Según Bajtin la parodia es un elemento imprescindible en toda novela y con Reynoso se cumple a cabalidad, más aún la parodia se vuelve un acto “sacrílego”. Sacrílego porque le quita el halo de santidad a la familia, la cual intenta esa ponderación de la virtud hipostasiada por una metafísica cristiana para ocultar su descomposición. Por ello la familia En octubre no hay milagros agoniza como institución, pero agoniza para una clase, para “los que no tienen un pedacito de tierra en su país, para vivir” (p.169) a la espera de un milagro.

Pero también en la novela se exuda una culpa cristiana que no es ajena a la espera de algún milagro. Ya que cuando las necesidades más inmediatas se vuelven infernales ante la situación de la miseria (humana), acentuada por una cultura dominante (Don Manuel) que escinde a Lima (y por ende a la sociedad peruana) entre hombres y bestias hediondas, la alegoría se vuelve mordaz. El personaje de don Manuel enfatiza esta idea: “Ya mi padre decía que la gentuza de Lima estaba formada por hediondos animales que parecen gente: si no fuera por el profundo sentimiento religioso que ponen de manifiesto en la procesión sería fácil pensar que Lima es corral repleto de animales sucios, brutos” (p.137)

Tal oposición presenta un conflicto que imposibilita todo diálogo entre aquellas clases enfrentadas. Por ello el sueño de la vivienda propia, el bienestar familiar, la simple idea de pensar que el Perú es una patria en formación, en esas condiciones, resulta siendo una ingenuidad. Ingenuidad que la garra literaria de Reynoso parodia e ironiza a cabalidad.

Además, En octubre no hay milagros el poder se explicita bajo la defensa de la propiedad privada monopolizada por una clase tradicional que conserva el sentimiento religioso como un ejercicio de su poder. Por ello en la novela el sentimiento religioso figurado mediante el señor de los milagros, al democratizar a las clases sociales, suspende la lucha de clases. Pero la religión no es la fuente de la explotación, sino el espacio en el se reproducen diversas ideas que legitiman a la propiedad privada, a pesar del fetichismo de la mercancía (mercancías como el sexo hasta la vivienda), la reproducción de la tradición, así como los olores que evidencian la pérdida de toda sensibilidad. De ahí que Don Manuel (y con él la gran burguesía peruana) se opone(n) a los que no tienen nada en el Perú, y se oponen con veleidad y repugnancia.

El poder de la clase que Don Manuel representa es expropiativo, y no sólo de los bienes materiales para obtener su satisfacción a través de ellos, sino que expropia la vida del hombre, cuando lo inserta a la producción, bajo un pragmatismo infernal, individulizado y cosificante. Convirtiendo al hombre en un ser impotente para dar una respuesta a la violencia estructural que se origina para defender a la propiedad privada.

Finalmente, en la novela toda espera religiosa resulta en vano, toda esperanza fenece y lo queda es la “des-esperación”. Tentativamente con des-esperación se pretende una práctica política. Práctica asumida por aquellos sujetos que don Manuel considera animales hediondos. Desde luego esa historia no se encuentra en la novela... ¿Tal vez en el lector?



Juan Archi Orihuela
Lunes, 19 de julio de 2010.